Relato del gato tardío
Y a veces aquel gato volvía de entre las sombras, se postraba en el muro y me miraba desde lo alto. Sus gestos eran pausados y una mirada penetrante que sólo pestañeaba en días de lluvia.
No desaparecía en las noches más frías, ni en el níveo hielo. Incansable felino de ojos cálidos y mirada fría. Inmóvil; acechado por el interés del más mínimo movimiento, respiraba con el movimiento más lento, sutil y relajante que hubiera visto.
Siempre me cansaba antes que él y cuando volvía ya no estaba. Hasta el día siguiente.
En las noches más enigmáticas, cuando la oscuridad se adueñaba de las calles y la luna tejía su manto plateado sobre los tejados, aquel gato regresaba. Aparecía silenciosamente, como una sombra que emergía de entre las grietas del universo, y se posaba en el muro con la solemnidad de un guardián de secretos.
Sus ojos, dos faros encendidos en la penumbra, se encontraban con los míos en un intercambio silente de complicidad. Cada vez que lo miraba, sentía que sus ojos, cálidos y penetrantes, buscaban algo más allá de la realidad visible. Una conexión que trascendía el tiempo y el espacio.
En las noches de lluvia, cuando las gotas danzaban en el aire y el murmullo del agua acariciaba los sentidos, el gato pestañeaba con la misma cadencia que la lluvia caía. Sus movimientos, pausados como el susurro de las hojas movidas por el viento, creaban una melodía única en la sinfonía nocturna.
Era un espectador incansable, un guardián de los secretos nocturnos que acechaba desde su pedestal en el muro. Inmóvil, como una estatua viva, observaba con una mirada fría que ocultaba un conocimiento ancestral. Era testigo de los vaivenes de la vida en la noche, un confidente de los susurros del viento y las historias que las sombras contaban.
Sin importar la crudeza del invierno o el gélido abrazo del hielo, aquel gato persistía, desafiando las estaciones con una elegancia indomable. Su presencia se volvió un enigma que desafiaba mis propios límites, un eco constante en mi existencia nocturna.
Cuando el cansancio se apoderaba de mí y volvía a la realidad de la luz diurna, el gato ya no estaba. Desaparecía en la oscuridad, disolviéndose entre las sombras como un espectro fugaz. Pero sabía que volvería, con la certeza de la luna en su eterno ciclo.
Día tras día, aquel felino insomne se convertía en un compinche de mis noches solitarias. Una conexión silenciosa que trascendía las palabras, como si compartiéramos un secreto antiguo que solo la noche podía revelar. Y así, en la danza eterna entre las sombras y las luces de la noche, aquel gato continuaba siendo mi misterioso compañero, un guardián de la oscuridad con ojos que contaban historias de otras épocas.
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