Cómo cocinar a la muerte y no morir en el intento

Es un plato que puede ser servido de muchas formas. Caliente, frío. Al principio, al final. Por sorpresa, premeditado. Puede ser plato único, pero no tiene por qué. Sea cómo sea el cocinero y el comensal, suelen ser dispares cuanto al momento y las formas.

Mis pensamientos, ahora, son el oscuro reflejo de un alma atrapada entre las sombras de esta mesa de banquetes, donde el destino se sirve como un festín macabro. Me encuentro en la encrucijada de ser un comensal sin elección, un espectador silente en la tragedia culinaria de otro.

¿Cómo llegué a ser este observador impotente, destinado a presenciar el dolor ajeno sin poder aliviarlo? Mis manos, ahora inertes, solían tener el control del cuchillo y el tenedor de mi propio destino. Pero aquí estoy, atrapado en la espera de una inminente degustación de amargura.

El plato, creado por las manos invisibles del destino, parece contener ingredientes de sufrimiento y desesperación. Cada bocado, un recordatorio de la fragilidad de las elecciones y la inevitable fragancia de la tragedia. El sabor amargo del destino se mezcla con la melancolía de lo irrevocable.

Yo ahora soy un comensal, pero no uno más. Sino uno de esos que no pueden decidir el plato. Porque ni siquiera soy yo quien se lo comerá. Pero sí soy quién verá y acompañará a quien lo haga. Yo sufriré su indigestión, sus males, y no le podré decir ni dar nada para evitar que eso ocurra. Ese es el papel más duro. El querer comértelo tú para que la persona por la que darías la vida no lo tenga que sufrir; y obviamente yo con ella.

Así, en la penumbra de esta cena trágica, soy el testigo silente, el espectador resignado de un festín que no elegí, pero que de alguna manera me reclama como participante involuntario. Mi corazón se estremece en la sombra de esta mesa, donde la vida y la muerte se sirven en un plato sin piedad.

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