El susurro del pueblo abandonado
En las colinas olvidadas del noroeste, más allá de los bosques espesos y los ríos serpenteantes, se encontraba el pueblo abandonado de Ravenscroft. Durante décadas, había permanecido vacío, sus edificios desmoronados y sus calles cubiertas de maleza. Los pocos que se atrevían a acercarse hablaban de una brisa que parecía susurrar secretos antiguos y oscuros.
La historia de Ravenscroft era un enigma. Los archivos locales mencionaban que, en algún momento, fue un próspero asentamiento minero. Sin embargo, un día, sin previo aviso, todos sus habitantes desaparecieron. No hubo rastro de lucha ni signos de desastre. Simplemente, el pueblo quedó desierto, dejando atrás una estela de preguntas sin respuesta.
Una noche de luna llena, Amelia, una joven periodista, decidió investigar los misterios de Ravenscroft. Armada con una linterna, una cámara y una determinación férrea, se adentró en el pueblo, siguiendo los senderos cubiertos de hiedra y esquivando las sombras que se extendían como dedos alargados. A medida que avanzaba, la brisa comenzó a soplar, acariciando su piel con un toque que parecía más vivo que el viento ordinario.
"Vuelve atrás", susurraba la brisa, o al menos eso creyó escuchar Amelia. Los árboles susurraban y los escombros crujían bajo sus pies, como si el propio suelo quisiera contarle una historia. Cada paso que daba resonaba con una energía antigua y latente.
Llegó a la plaza central, donde se erigía un edificio que alguna vez fue el ayuntamiento. La estructura estaba en ruinas, pero algo en su interior parecía llamarla. La puerta, aunque colgaba de una bisagra, se abrió con facilidad. Dentro, la oscuridad era espesa, y su linterna apenas lograba perforarla.
En el centro de la sala, Amelia encontró un escritorio cubierto de polvo y papeles amarillentos. Mientras los examinaba, la brisa volvió a susurrar, esta vez más claramente: "Ellos están aquí."
De repente, sintió una presencia a su alrededor. Miró a su alrededor, pero no había nadie. Sin embargo, el aire estaba cargado de una energía palpable. Fue entonces cuando vio, a la luz de su linterna, sombras moviéndose en las paredes, danzando como espectros atrapados entre dos mundos.
Amelia tomó una de las hojas del escritorio. Era un diario de uno de los antiguos habitantes. "Algo vino desde las profundidades", leía en la página, "Algo que no podemos entender. Hemos intentado huir, pero no hay escape. Nos han atrapado entre los velos de la realidad y el olvido."
De pronto, la linterna parpadeó y se apagó, sumiendo a Amelia en una oscuridad completa. La brisa se intensificó, y el susurro se transformó en un coro de voces desesperadas. Sintió un frío helado que parecía emanar desde el suelo mismo, congelando su aliento en el aire.
En la penumbra, algo rozó su brazo, una mano invisible y fría como el mármol. Amelia retrocedió, pero la sala parecía haberse transformado en un laberinto de sombras y ecos. Desesperada, encendió su linterna de nuevo, y las sombras se retiraron momentáneamente.
Con el corazón latiendo con fuerza, Amelia decidió abandonar el pueblo. Corrió de vuelta por las calles abandonadas, sintiendo que los ojos invisibles de Ravenscroft la seguían. La brisa seguía susurrando, pero ahora sus palabras eran un lamento continuo, una súplica eterna.
Al llegar al borde del pueblo, miró hacia atrás una última vez. Los edificios abandonados parecían mirarla, y la brisa susurró una última vez: "No nos olvides."
Amelia dejó Ravenscroft atrás, pero nunca pudo olvidar lo que había experimentado. Las sombras y los susurros del pueblo abandonado la siguieron, un recordatorio constante de los misterios que se esconden en los lugares olvidados por el tiempo. Y aunque nadie más se atrevió a regresar a Ravenscroft, ella sabía que las almas atrapadas allí continuaban esperando, susurros en el viento, buscando alguien que pudiera liberarlos de su eterno olvido.
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