Ella

No se despidió de ella, simplemente se fue. No dijo un adiós, ni siquiera un hasta luego. 

Nadie sabía porqué. Pero lo que nadie sabía era que el tampoco tenía idea.
Ella estaba segura, estaba estable a su lado. Él tan bien lo tenía claro, o por lo menos de forma aparente. De un día para otro se dio cuenta que no podía seguir con una vida austera en felicidad, no estaba acostumbrado. Es la única conclusión a la que él pudo llegar.
Estaba seguro de quererla más que a cualquier cosa imaginable en la vida. Cuando estaba a su lado sentía claramente que la necesitaba. Que no podía estar sin ella. Que los dos eran parte de una misma vida, de un solo cuerpo dónde ambas mentes se unían y aún de formas dispares en cuestiones, terminaban uniéndose en mutua concordia celeste.
Aún así, su propia mente jugaba en el equipo contrario. Y el parecía ser el visitante. El equipo con más precedentes al fracaso. Con menos ánimos en sus gradas. Por ello y por su propio predestínio al fracaso decidió no jugar.

Reivindicando el derecho personal a marcharse así lo hizo él.


Felizmente vivía planeando su futuro día a día junto a él. No hacía otra cosa que tenerlo presente, que esperar una llamada, una nota. Un te quiero. Algún atisbo que le hiciera tocar que sentían lo mismo.
Todos esos deseos se le cayeron, cuando él se fue sintió que no le quedaba nada a lo que afanarse. El muro por el que trepaba simplemente desapareció y se vio evocada al abismo. Quiso subir sin cuerda, y tal como quiso eso; calló.
Del mismo modo que el decidió alejarse de la humanidad. Aislarse en sus viajes, en su soledad. Ella decidió perder su cuerpo. Pertenecer en el olvido en el propio recuerdo.

Reivindicando el derecho personal a marcharse así lo hizo ella.

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